Hablamos de la idea que a veces dejamos
entrever a nuestros hijos: que no nos tratan bien después de todo lo que
hacemos por ellos.
Macarena lleva un día muy complicado. Como todos los días, se ha
levantado antes de las seis para entrar en su oficina a las siete de la mañana
y, tras ocho horas frenéticas de trabajo, llegar a tiempo a buscar a sus hijas
Alicia y Carmen al colegio a las cuatro de la tarde. Desde que es madre,
decidió reorganizar su jornada laboral, que antes solía acabar a las ocho de la
tarde, aunque su carga de trabajo no se ha reducido, así que muchas veces sale
del trabajo con la amarga sensación de no haber terminado todas las tareas que
había planeado realizar en el día o de haber estado corriendo como una loca.
Luego tiene que seguir corriendo para no perder el metro, el tren y llegar a
tiempo a la meta, el cole de sus hijas Alicia, de ocho años, y Carmen, de
cinco. Encima, esa noche no ha dormido bien porque Carmen no podía respirar por
los mocos que ya se han instalado en su cuerpo apenas empezado el otoño y a los
pocos días de volver al cole. Cuando llega al colegio, Macarena recibe con una
sonrisa de par en par a sus hijas y les pregunta qué tal el día. Alicia y
Carmen le piden ir al parque al lado del colegio para jugar con sus amigos.
Macarena no querría, está cansada y había planeado estar en casa jugando con
las niñas a manualidades y juegos de mesa, porque ir al parque es lo último que
le apetece. Pero al final decide que puede ser una buena idea para que las
niñas se desfoguen y ella pueda sentarse en un banco al aire libre, porque apenas
ha visto el sol hoy. Acuerdan entre las tres que a las seis y media se irán a
casa.
Llegan las seis y media y las niñas no quieren irse, le piden
“un ratito más, mami”, “un poquito más”. Macarena decide dejarles hacer, aunque
ella quiere irse ya a casa. A las siete menos cuarto se repite la
historia. Y a las siete, pero esta vez Macarena se pone firme, ya un poco
desbordada: “Hay que hacer la cena, bañarse, cenar y estar tranquilitas un rato
en casa, nos vamos ya”. Las niñas abandonan el parque protestando de manera muy
enérgica. Cuando llegan a casa, todo es una lucha: no se quieren bañar, no
quieren salir del baño, no quieren cenar lo que tienen en el plato, no se
quieren ir a la cama. Macarena está agotada y les suelta: “Siempre queréis
hacer lo que os da la gana y nunca me ayudáis. Con lo que yo me sacrifico
por vosotras…”. Las niñas sienten cierta culpa, la frase no les ha
gustado nada, y no cambia mucho la situación. La mayor, Alicia, piensa: “¿Qué
ha pasado aquí? ¿Le he pedido yo a mi madre algún sacrificio?”.
Qué pasaría si nos lo dijeran a nosotros
Imaginemos que tenemos una pareja que siempre accede a hacer
nuestros planes y pocas veces propone un plan. Un día, nos propone ver una
película que no nos gusta nada y le decimos que no. Y nos suelta: “Vaya, para
una vez que me apetecía hacer algo… Con lo que me sacrifico por ti…”. ¿Cómo nos
sentiríamos? Quizá un poco culpables, pero también pensaríamos que la frase es
injusta porque ¿no tenemos derecho a decir que no a un plan que no nos gusta?,
¿qué culpa tenemos de que nuestra pareja acepte siempre nuestros planes y no
proponga ninguno?, ¿por qué tiene que recurrir a esa frase tan desagradable
para expresar sus necesidades?, ¿queremos que nuestra pareja sienta que se
sacrifica por nosotros?
Antes de entender la maternidad como un sacrificio a nuestros
hijos, como un desvivirse por ellos, deberíamos tener en cuenta estas palabras
de Maite Vallet
en su libro Educar
a niños y niñas de 0 a 6 años: “Desvivirse” no ayuda a los hijos. Los hijos necesitan
alguien lleno de vida que les enseñe a vivir. No alguien que
renuncie a su propia vida por los hijos, y que les pase factura por haber
dejado de vivir. Los padres que se desviven transmiten a sus hijos: “Yo no pude
realizar mi proyecto de vida por ti, ahora te toca a ti prescindir del tuyo por
mí”. Basar la vida en la
renuncia y el sacrificio convierte al ser humano en un ser negativo y
frustrado, un ser que se queja y culpabiliza”.
Macarena podría haber manifestado de forma asertiva cómo se
sentía tras un día complicado. Tal vez podría tratar de conectar con sus
hijas en lugar de quejarse . Habría sido buena idea quitarse de la cabeza la
idea negativa que le ronda la cabeza de que no tendría que correr contrarreloj
si no fuera por sus hijas. Seguramente las cosas habrían sido diferentes si les
hubiera conseguido motivar para realizar las tareas en casa. Podría
intentar negociar las actividades del día escuchando las necesidades
de sus hijas sin negar las suyas. Tal vez debería plantearse buscar maneras de
cuidarse para recargar pilas (y no pensara que si no se cuida no es culpa de
sus hijas). Sería importante que tuviera en cuenta que sus hijas no le piden
que se sacrifique. Probablemente si hubiera sido coherente con las
consecuencias de las decisiones que tomaron entre las tres sobre la hora de
irse al parque, se habría reducido el conflicto. Si hubiera buscado
alternativas, tal vez no habría tenido que recurrir a una frase que no
ayuda a educar y que tiene cierto sabor a amargura y rencor. Dice Marisa Moya en
esta entrevista, “para
que los niños se porten bien no hay, antes, que hacerles sentir mal porque esto
no es motivador. Los niños se portan mejor cuando se sienten
bien y se sienten bien cuando sus sentimientos son escuchados y comprendidos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario