Después de tantos años viviendo en sociedad, he llegado a la conclusión que de las cosas más importantes y básicas en esta vida… y en todas las que ustedes quieran vivir… dependen únicamente de la educación (¡Oh, gracias bendita Calíope por tu inspiración). Por ello, he creado este blog.

Pero si de aportar soluciones se trata, no esperen milagros, que todo en esta vida requiere esfuerzo. Este blog me servirá de agenda, recordatorio y reflejo de lo que puede valer la pena trasmitir y comunicar. También, no nos engañemos, poder desparramar a mi aire, que para eso soy el autor.

Quizá se hayan fijado en el título: Piratas y corsarios en la educación. Si les gusta un poquito la historia o son un mínimo de curiosos, ya sabrán la diferencia entre unos y otros. ¿Quiénes son aquellos que, a costa de la educación, se lucran y roban pensando en sus intereses? ¿Quiénes son aquellos que lo hacen incluso dentro del mismo sistema educativo? ¿Quiénes son aquellos que manipulan el sistema en contra de todo sentido común? Algunos se hacen llamar profesores, otros directores, otros políticos y los peores, la misma sociedad (nosotros)... por permitirles todo esto.






viernes, 17 de agosto de 2018

El amor incondicional y el control respetuoso

Para Antonio Ortuño, psicólogo infanto-juvenil el resumen de los dos pilares básicos de una parentalidad positiva son: el amor incondicional y el control respetuoso.  Dice que “besos sin límites" correspondería a una aceptación incondicional de nuestros hijos e hijas, hagan lo que hagan, se les quiere, mejor dicho, se sientes queridos. Un buen clima familiar, con risas, muestras de afecto y cariño son vitales para un crecimiento sano. Y con "límites con besos" se refiere al establecimiento de límites equilibrando amor con firmeza, cariño con coherencia. En general, "pretendo que los padres y madres aprendan a ser muy amables con las emociones de sus hijos e hijas, pero coherentes y estables con lo que dicen que van a hacer”.
 
Equilibrar amabilidad y límites claros puede parecer una utopía. O al menos eso le parecía a Julia y José, padres de una niña de cinco años, Iria, con una capacidad de persistir para conseguir lo que quería, que lograba cambiar la opinión de sus padres solo por su insistencia. Así, había algunos días que sus padres le dejaban ver la televisión más tiempo del inicialmente convenido, porque estaban cansados, porque no querían pelea o porque tenían cosas que hacer. Otros, sin embargo, estaban con menos paciencia o más prisa y enseguida se enfadaban y olvidaban toda su amabilidad si Iria insistía con ver un ratito más la televisión. Un día, Iria les llegó a decir: -¿Y por qué el otro día sí me dejasteis más rato y hoy me decís que no? ¡No es justo!
 
Y después de pensar que la niña era una descarada, que menuda forma de contestar, que cómo se le ocurría decir eso a una mico tan pequeña, se dieron cuenta de que el problema era que no estaban siendo coherentes. Tenían un problema y había que solucionarlo. Julia y José acordaron ofrecer a Iria opciones: podía ayudarles a preparar la cena o ver, en ese tiempo de veinte minutos máximo, la tele mientras sus padres elaboraban la cena. Pasado ese tiempo, se apagaría la televisión sin apagar la amabilidad, entendiendo las emociones de Iria y su enfado porque le gustaría seguir viendo sus dibujos favoritos. Le explicaron esta nueva norma, firme y amable, a su hija, que entendió muy bien la idea. Hubo días en los que Iria estalló en cólera al apagar la televisión y sus padres propusieron sustituir ese rato de televisión por tiempo de juegos, ya que tan difícil le resultaba despedirse de sus dibujos favoritos. Hubo días en los que Iria decidió ayudar a sus padres a preparar la cena y se lo pasó de lo lindo. Y hubo días especiales en los que, después de hablarlo los tres, pasaron un poco de la norma dejando bien claro que se trataba de una excepción. E Iria se sintió querida, comprendida, escuchada y segura con unas normas claras y coherentes.
 

¿Cómo poner límites con besos?

He aquí algunas claves para tener en cuenta:
  1. Los límites y las normas aportan seguridad a nuestros hijos. Por lo mismo, la permisividad les genera inseguridad y descontrol. En su ponencia viral sobre el cuidado del cerebro de nuestros hijos, Álvaro Bilbao  nos confesó que “me gusta mi labor de mal padre, en esos momentos en que les digo a mis hijos que eso no lo puede hacer, que tienen que esperar un poco, porque aunque sé que muchas veces mis hijos se enfadan, sé que es una labor tan amorosa como darles un beso de buenas noches. Cuando les digo que no o que tienen que esperar, estoy dándoles un regalo importantísimo para su cerebro”.
  2. La empatía es fundamental. “No hay nada más importante que la conexión que establezcas con tus hijos. NADA. Si quieres sembrar la confianza y el respeto mutuos lo primero que has de perseguir es que nada ni nadie os aleje”, nos dice María Soto (que estará el 24 de noviembre en Madrid) en un artículo. Y la mejor herramienta para acercarnos a nuestros hijos es ponernos en su piel, entender, legitimar y poner palabras a sus emociones.
  3. Es importante tener en cuenta el objetivo a largo plazo para priorizar normas y límites. Nos decía Alberto Soler en una charla que en el establecimiento de normas y límites seamos “selectivos, si inundamos de normas el ambiente en casa va a ser irrespirable”. Por eso nos propone primar la salud, la seguridad y el respeto.
  4. Nuestros hijos deben conocer claramente las normas, su importancia y las consecuencias de no cumplirlas. Por eso, debemos explicarle el motivo de la norma (no puedes ver más de 20 minutos de televisión porque luego no da tiempo a cenar y contar el cuento, no puedes hablar así a la abuela porque a ti no te gustaría que te hablaran así…).
  5. Nuestro objetivo no debe ser que obedezcan las normas, sino que sean responsables y sepan elegir. Por eso, como nos decía Antonio Ortuño,”cuando se establece una norma, por ejemplo, puedes ver la TV cuando te pongas el pijama, el objetivo no es que se ponga el pijama, sino que decida.  Por eso a mí no me gusta hablar de normas, exclusivamente, sino de decisiones. Para responsabilizar a nuestros hijos e hijas, es necesario que tomen decisiones, y para que tomen decisiones, debemos aprovechar las innumerables situaciones cotidianas que tenemos para estructurar la realidad, es decir, concretar alternativas y consecuencias, teniendo en cuenta que el control de las alternativas es de nuestros hijos e hijas (tienen derecho a ponerse el pijama o no), pero el control de las consecuencias es del mundo adulto (la única manera de ver la TV es con el pijama puesto). Y las emociones deben ser las mismas, decida una cosa o la otra”.

viernes, 3 de agosto de 2018

Experimentos educativos: Pigmalión en las aulas




Conocimos este importante estudio científico en una charla de Alberto Soler en la que entendimos la importancia de desterrar las etiquetas en la educación de los hijos. ¿Qué pasaría si a un profesor le dicen que algunos de sus alumnos son tremendamente brillantes, aunque no sea verdad?

El mito de Pigmalión

El mito de Pigmalión cuenta que un rey, buscando la mujer perfecta, la esculpió en piedra y se enamoró de ella. La diosa Afrodita, emocionada por el deseo del rey, convirtió la estatua en una mujer de carne y hueso. Nos recuerda Aberto que este mito “se usa para ejemplificar cómo las expectativas que nosotros tenemos acerca de algo pueden hacer que ese algo se convierta en realidad”.

El estudio Rosenthal-Jacobson: Pigmalión en las aulas

En los años 60, Lenore Jacobson, directora de una escuela primaria en San Francisco, y Robert Rosenthal, psicólogo, realizaron un estudio: pasaron a 320 estudiantes un test de inteligencia. Eligieron al azar a un grupo de 65 estudiantes y crearon informes falsos sobre ellos para los profesores, en los que señalaban que estos alumnos eran tremendamente brillantes, con una inteligencia por encima de la media.  Al finalizar el curso, los 320 estudiantes realizaron de nuevo el test de inteligencia. Y, en contra de lo que pudiera suponerse, los resultados de los 65 alumnos etiquetados como especialmente brillantes cambiaron notablemente, todos ellos presentaban un cociente intelectual mucho mayor. Alberto Soler nos recordaba que este dato del cociente intelectual no suele cambiar demasiado con el tiempo y se explica este asombroso resultado de esta manera: “Habían manipulado las expectativas de los profesores”, de tal modo que si un alumno de los 65 considerados excelentes interrumpía en clase “se interpretaba como signo de interés e inquietud intelectual”. Sin embargo, si un alumno no considerado excelente interrumpía, “se entendía que molestaba”. Por eso,concluye Alberto que “las etiquetas condicionan un trato diferencial” y  además, tienen la capacidad de hacer que tratemos de “encajar mejor en lo que se espera de nosotros”.

Sé el Pigmalión positivo de tus hijos

Patricia Ramírez, experta en psicología deportiva, nos cuenta que “somos lo que creemos que somos”, si bien los niños creen que son lo que sus padres, madres, amigos, profesores, etc. dicen que son. De ahí que sea importante transmitirles confianza, aceptación y seguridad, para que ellos quieran ser su mejor versión.
Algunas claves para lograrlo:
1.     Transmitir amor y aceptación incondicional
2.     Elogiar el esfuerzo, la actitud y el proceso, no el logro: por ejemplo, hacerle reflexionar sobre qué hizo para sacar un nueve en lugar de solo felicitarle por el nueve.
3.     Poner el foco en los aspectos positivos más que en los negativos y entender el error como parte del aprendizaje.
4.     Transmitir que confiamos en nuestros hijos y los vemos capaces
5.     No resolverles los problemas.
 
Tal como decía la maestra Rita Pierson en una charla emocionante,  “¡qué poderoso sería nuestro mundo si hubiera niños que no tuvieran miedo a correr riesgos, que no tuvieran miedo a pensar y que tuvieran un campeón a su lado! Todos los niños merecen un campeón, un adulto que nunca deje de creer en ellos, que insista en que se conviertan en lo mejor que puedan llegar a ser”.

Anuncios que inspiran: Efecto Pigmalión, de Divina Pastora

Este anuncio resume como pocos la enorme responsabilidad que tenemos para educar a personas que confíen en sí mismas, que tengan una sana autoestima y que sepan crecer y superarse. Se trata del anuncio sobre el efecto Pigmalión de Divina Pastora Seguros.




 
 
La expresión “efecto Pigmalión” tiene su origen en la rica mitología griega. Pigmalión era un escultor que se enamoró de Galatea, una de sus obras. Actuó como si se tratara de una mujer real hasta que Afrodita, la diosa del amor, le dio vida.
El efecto Pigmalión es una expresión que se usa en psicología y pedagogía para explicar el impacto que las previsiones o profecías positivas o negativas tiene sobre la persona que las recibe. “Te vas a caer” o “Seguro que lo haces muy bien” son dos expresiones que tienen un gran efecto en nuestra propia confianza de lograr un objetivo (la primera expresión mina nuestra seguridad, la segunda la impulsa) y nos predispone a fracasar en el intento (la primera de las expresiones) o a alcanzar el objetivo (la segunda de las expresiones). También podemos hablar de “profecías autocumplidas”, que son expresiones que incitan a las personas a actuar de manera que lo que anuncia la profecía se cumpla. Por ejemplo, si decimos a nuestro hijo: “Nunca te esfuerzas por nada”, conseguiremos minar su autoestima y hacer que, efectivamente, solo se esfuerce para ajustarse a la etiqueta que le hemos asignado.
“Hay una responsabilidad ineludible en cómo hablamos, en cómo tratamos a los demás, porque nuestras palabras tienen más poder de lo que nunca habíamos imaginado. Cada día tienes la opción de cortar las alas a los demás hablando de miedo e incertidumbre. O puedes dejar que tus palabras les impulsen a sus metas confiando en la capacidad infinita que hay dentro de todo ser humano”, nos dicen en este anuncio. Pues bien, ¿qué efecto queremos que nuestras palabras y nuestros actos tengan en nuestros hijos? Tengámoslo siempre en cuenta.

Niños buenos y niños malos

“¡Es que mira que eres mala!”. Esta mañana ha sido la última vez que lo he oído mientras salía del parque con mis hijos. Una madre se dirigía con estas palabras y un tono muy grave a su hija de unos tres años. Creo que era porque la niña no quería volver a casa y prefería seguir jugando en el parque.
 
 
Niños buenos y niños malos. Lo escuchamos por todos lados. En el cole, en la guarde, en el supermercado, en el parque. Y lo que es peor, en boca de padres, abuelos, tíos, amigos, etc. Mira qué bueno que es este niño, si es que no dice ni mú”. “Qué malo que es, si es que no para quieto”. “Le han pegado y ni se ha quejado, es que es más bueno que el pan”. “No le gusta nada compartir sus juguetes, ¡qué malo!”. Es algo que nos resulta muy familiar, tanto que todos nos hemos expresado en algún momento en esos términos.
Acostumbramos a etiquetar y clasificar a los niños ya casi desde el momento en el que nacen, dividiéndolos en buenos y malos. “Qué bueno que te ha salido, no llora nada” o, por el contrario, “Uuuuuy, qué malo… ¡éste te va a dar guerra, eh!” Sí, apenas lleva unas horas en este mundo y ya le han colgado una etiqueta al pobre. ¿Por qué hacemos esto?, ¿por qué etiquetamos de este modo a los niños? Una explicación es que el mundo es muy complejo, y resulta de mucha utilidad simplificar la realidad.
Es muy costoso desde un punto de vista cognitivo pensar que “es un niño muy cariñoso, aunque en ocasiones no sabe gestionar sus emociones y cuando se encuentra sobrepasado empuja o pega”, así que lo resumimos en “qué malo es”.
Hay una diferencia muy importante entre ser malo, y actuar de un modo inadecuado. Adolf Hitler, por poner un ejemplo, era malo; un niño que pega a otro en la guardería está actuando de un modo inadecuado, y esa conducta aunque se repita, no le convierte en malo. Cuando hablamos de que alguien es algo estamos haciendo referencia a ciertos atributos de su persona que son estables e inmutables (una persona es blanca o negra, es hombre o mujer). Si tenemos en cuenta que un niño ni siquiera tiene formada aún su personalidad al menos hasta los 18 años de edad, sería más indicado hablar de formas de actuar más que de formas de ser.
Lo que sí le puede convertir en malo es la etiqueta que nosotros le ponemos, es lo que se conoce como el efecto Pigmalión. El efecto Pigmalión es un fenómeno que describe cómo la creencia que una persona tiene sobre otra puede influir en la conducta de esta otra persona, y es un concepto de gran relevancia para padres y profesionales del ámbito educativo, laboral, social y familiar.
 A veces parece que un niño malo es el que desobedece, el que protesta, el que es difícil de manejar. Un niño bueno es más maleable, es obediente y nunca nos va a dejar en evidencia delante de nuestros conocidos. Aunque debemos reconocer que los adultos somos un tanto complicados, y a veces no llegamos a aclararnos muy bien con qué es lo que realmente queremos. Mientras que, por un lado, queremos niños pequeños que sean dóciles y obedientes, de repente pretendemos que se conviertan en adultos independientes y críticos de los que nadie pueda abusar. De algún modo creemos que ese niño del que esperamos obediencia ciega y acrítica, que no cuestione lo que le decimos (porque para eso somos sus padres), un día se levantará habiendo desarrollado de la noche a la mañana una fuerte autoestima, un gran espíritu crítico y una independencia que le posibiliten desarrollarse en el mundo adulto.
Cuántas veces los padres nos quejamos de que nuestros hijos “no aceptan un no por respuesta”, pero luego nosotros actuamos del mismo modo ante una negativa de ellos. ¿Por qué ellos deberían entender que no les vamos a comprar ese juguete que han visto en el escaparate, pero es intolerable que nos digan que no quieren más comida? Aceptando sus negativas les estamos modelando la capacidad de gestionar la frustración, porque no sólo los pequeños a veces se vuelven poco tolerantes a ella. Son muchas las veces que los mayores no aceptamos de su parte un no por respuesta, ¡y ello no nos convierte en malos!
 
Quizá deberíamos esforzarnos en criar niños más molestos, niños que tengan la capacidad de expresar sus necesidades porque saben que van a ser tenidas en cuenta (que no necesariamente satisfechas). Niños que sepan decir que no, por mucho que nos irrite como padres. Niños que sepan defenderse y poner límites ante situaciones que consideren injustas. Esto va a requerir mucho de nosotros como padres, y probablemente genere situaciones de conflicto que deberemos gestionar y a las que, actuando de otro modo, criando niños obedientes y sumisos, no deberíamos tener que hacer frente. O al menos no en el corto plazo.
 
Cuando llega la adolescencia los padres dejamos de ser el modelo ante el que se comparan nuestros hijos, y ese papel pasa a ser ocupado por los iguales, que adquieren cierto grado de autoridad unos sobre otros (y por encima de todos ellos “el grupo). Llegará un día que a nuestro hijo con 12 años le pasarán un cubata (sí, a esa edad e incluso antes ya beben) y queremos que sepa decir que no, al igual que cuando con 15 años le pasen un porro o con 16 le inviten a un tirito. ¿Queremos un niño obediente a esa autoridad grupal? Llegará un día en el que a nuestra hija de 14 años la invitará a su casa su amigo de 18 cuando sus padres estén de viaje. ¿Queremos ahí también una niña obediente, o que sepa decir no en el momento adecuado?
 
No podremos llegar a comprender totalmente este problema si no es enmarcándolo en una sociedad que se mueve muy deprisa, y en la que no hay margen para el error. Lo que hoy llamamos conciliación no es más que una especie de gincana en la que no hay lugar a error, en el momento en el que alguien se sale de su papel, toda la organización diaria peligra. Empezamos el día corriendo para poder llegar a guardes, coles, trabajos y montar ese horario familiar parece una partida al tetris en la que necesitamos a cuidadores, abuelos y amigos para poder llegar al final del día.Cualquier conducta o actitud por parte del niño que nos haga perder un segundo de nuestro tiempo es una amenaza a ese débil castillo de naipes. Es fácil comprender cómo en este contexto el niño dócil se acaba convirtiendo en el niño bueno, porque es el niño fácil, y el niño activo, el que protesta, en el niño malo.
 
Yo no quiero hijos buenos, de esos que agachan la cabeza ante la autoridad, de esos que no saben decir que no ni parar los pies ante un abuso. Más de una vez me tragaré mis propias palabras, pero es el precio que debo pagar si quiero que el día de mañana se conviertan en las personas que merecen ser.