Viéndose
inferior a las potencias occidentales, sin recursos naturales y estancado en su
desarrollo, Japón tomó en 1872 la decisión que cambiaría su destino y con el
tiempo convertiría su sociedad en la más avanzada del mundo. El Código
Fundamental de Educación, aprobado ese año, fue el principio de una
transformación basada en la idea de que la ciudadanía era el principal recurso
de la nación y que su futuro dependería de su capacidad para prepararla mejor.
El modelo ha sido seguido por otros países asiáticos, modernizados en tiempo
récord gracias a apuestas similares. Singapur, que en los años 60 compartía
índices de desarrollo con Kenia, tiene hoy la tercera mayor renta per cápita
del mundo. Taiwán, Corea del Sur y China se han sumado al club de naciones punteras
que invirtieron en educación y han visto cómo sus sociedades eran transformadas
en apenas una generación.
Por supuesto,
también se puede hacer lo contrario: dar la espalda a la educación, limitar las
posibilidades de quienes deberán sacar tu país adelante y emprender un viaje
seguro hacia la decadencia. Es la opción elegida por España.
Los escolares
españoles comenzarán en pocos días un nuevo curso con una ley educativa recién
aprobada -la séptima en tres décadas- que los gobiernos autonómicos han
decidido aplicar a su antojo y que de todas formas tiene fecha de caducidad,
porque todo el mundo sabe que la oposición la derogará el día que llegue al
poder.
Arranca así
otro año con los profesores de colegios, institutos y universidades
desmoralizados. Escuelas donde la autoridad ha sido invertida en favor de los
alumnos. Modelos de enseñanza anticuados. Y una cultura educativa que arrincona
la excelencia y promueve la mediocridad, que inevitablemente se extiende
después a la empresa o la política. Un estudiante japonés de secundaria tiene
hoy los mismos conocimientos que un graduado de universidad español, según la
OCDE. No tenemos una universidad entre las 100 mejores del mundo. En
matemáticas, ciencias o comprensión lectora, nuestros alumnos están lejos de
los países con los que deberán competir en un mundo globalizado. España es
líder en la Unión Europea en fracaso escolar, con una tasa del 21,9% que dobla
la media comunitaria.
Todos los
defectos de ese bipartidismo que tantos dan prematuramente por muerto, su falta
de sentido de Estado y la nula visión ante cualquier asunto que no proporcione
beneficios electorales, han quedado plasmados en tres décadas de negligencia
educativa, agravada por los daños adicionales ocasionados por las comunidades
autónomas. Los socialistas tienen mucho más ante lo que responder porque, como
recordaba Vicente Lozano en una reciente columna
en este diario, los estudiantes españoles han vivido bajo sus leyes educativas
28 de los últimos 30 años. Pero los populares han tenido la oportunidad de
corregir la situación y han optado por lo contrario.
En un momento
de crisis que nunca fue sólo económica, cuando más falta hacía tomar el camino
japonés y poner en marcha nuestro Código Fundamental de Educación, ese gran
plan sin intereses partidistas ni sectarismos, nuestros líderes han vuelto a fallar
a las nuevas generaciones.
El Gobierno
recortó las partidas de educación al poco de llegar al poder, impuso a las
escuelas una mayor concentración de alumnos por clase -ahora dice que permitirá
este año volver a los ratios de 2012-, forzó el despido de miles de profesores
y dejó a niños sin libros de texto, porque sus familias no podían pagarlos. Las
becas se redujeron. Y, finalmente, se optó por aprobar sin consenso una ley que
ya está siendo desmontada y que siempre tuvo entre sus objetivos contentar a la
parroquia propia.
El ministro
que con tanta determinación ha fracasado en poner las bases de un nuevo modelo
educativo, José Ignacio Wert, ha sido premiado con
un destino dorado en París, junto a su pareja. Es su mensaje final a los
estudiantes: para qué hacer méritos, si al final tu futuro va a depender del
favorcillo del padrino de turno. ¿Puede haber prueba más contundente de la
necesidad de un plan de rescate de la educación que la incompetencia de
dirigentes que no pueden siquiera llegar a un consenso sobre las normas de convivencia,
ciudadanía y moral que deben enseñarse en las escuelas?
Kido
Takayoshi, el ministro de educación del
emperador japonés Mutsuhito y uno de los impulsores de la reforma educativa
japonesa del siglo XIX, explicó la necesidad de su plan asegurando que sus
ciudadanos no eran inferiores a los americanos o los europeos, salvo en que no
disponían de la misma determinación para educar a su población. Tampoco un
estudiante español es más torpe que un japonés: simplemente tiene la inmensa
desventaja de que su educación académica está en manos de políticos incapaces
de entender que es en las escuelas donde empieza a transformarse un país.
Parafraseando a Bill Clinton y su lema sobre la
economía, «¡es la educación, estúpidos!».
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