Esta
preocupación por los deberes es especialmente acuciante en Estados Unidos,
donde desde que en 2002 fuese aprobado el programa No Child Left Behind, que
fomentó los exámenes estandarizados, la carga de trabajo no ha dejado de
aumentar. Ante tal preocupación, un colegio de educación primaria de Nueva
York, el P.S. 116, ha
decidido acabar con los deberes tradicionales y dedicar dicho tiempo a otras actividades
recreativas. “Los efectos negativos de los deberes
han sido demostrados”, explicaba en su carta a los padres la directora, Jane HsuHsu.
“Incluyen la frustración y cansancio de los niños, la falta de tiempo para
otras actividades y el tiempo familiar y, tristemente, la pérdida de interés
por aprender”.
El colegio ha pasado más de un año
investigando los efectos de los deberes y ha decidido recomendar que el tiempo
del trabajo en casa se emplee en ver la televisión, manejar el ordenador o
jugar a videojuegos. Muchos padres ya han amenazado con sacar a sus hijos del
centro si este no da marcha atrás. Una de las razones que estos aducen es que
organizarse en casa es una buena forma de conseguir disciplina,
ese factor decisivo en el triunfo en la vida adulta y que se aprende durante
los primeros años de vida ¿Están en lo cierto?
Picando
piedra pensando en el futuro
En
España, cada vez más movimientos piden una racionalización del trabajo escolar en
casa, como es el caso de Pedagogía Blanca, puesto que “un exceso de deberes supone
una gran frustración para el niño que quiere concluir el trabajo asignado, ve
cómo éste le sobrepasa y el cansancio no le permite seguir estudiando”. Algo
semejante ocurre al otro lado del Atlántico, donde incluso se han llegado a
realizar documentales que explican los efectos que una excesiva carga de
deberes puede tener no sólo en los alumnos, sino también en el resto de la
familia.
Es
el caso de Race to Nowhere,
una película dirigida por Vicki Abales, una madre de
tres hijos en California. “Después de ver a nuestra hija de 12 años pasando
muchas noches luchando contra los deberes, estudiando para los exámenes y
sufriendo ataques de pánico en mitad de la noche, mi marido y yo la encontramos
encogida de miedo, y la tuvimos que llevar a urgencias”, explica en la carta
que publicó en la página web de la película. “Cuando fue diagnosticada con
una enfermedad
inducida por el estrés, mi determinación fue hacer
algo”. Entre otras cosas, rodar una película, que se encontraba a mitad de
rodaje cuando otra niña de 13 años se suicidó después de conseguir una mala
nota en matemáticas.
¿Cuánto
hay de razonable en los miedos de estos padres, y cuánto de buenismo? Nos
podemos remontar al año 1989, cuando Harris Cooper
de la Universidad de Duke publicó Homework, una
síntesis de todo su trabajo de investigación, para descubrir que esta reflexión
sobre la cantidad de deberes que se realizan en casa no es nada nuevo. En dicho
trabajo, el experto ya anunciaba lo que ha pasado a conocerse como la regla de los 10
minutos, y que consiste en multiplicar por 10 el
número del curso en el que se encuentran los pequeños. De esa manera, los
estudiantes de segundo tendrían un tope de 20 minutos, los de tercero, 30… Así,
hasta un máximo de dos horas diarias en los últimos años de instituto.
Los
deberes, explicados por la ciencia
Este
descubrimiento influyó directamente las políticas educativas estadounidenses y
ayudó a Cooper a convertirse en gran gurú de los deberes en Estados Unidos.
Este siguió investigando sobre el tema, y en el año 2006, publicó en Review of Educational
Research una metainvestigación
de 60 estudios en la que señaló que la relación entre los deberes y el buen
rendimiento era positiva y estadísticamente significativa…
Siempre y cuando la cantidad de trabajo en casa no fuese excesivo.
No
obstante, dicha investigación también puso de manifiesto que los niños pequeños
sacan mucho menos partido a su tiempo de estudio que los adolescentes, que
pueden permitirse pasar más horas hincando los codos. ¿Por qué? En parte,
porque se distraen más fácilmente. También, porque sus costumbres en el estudio
son peores. Y, finalmente, porque en muchos casos los deberes de los más
pequeños no tienen como objetivo aprender una materia o reforzar conocimiento,
sino simplemente ayudarles
a crear buenos hábitos. “Los chicos se queman”,
explicaba Cooper. “Todos los niños deberían estudiar, pero la cantidad y el
tipo debería variar según el nivel de desarrollo y la circunstancias en casa”.
En
una línea semejante se encuentra una investigación publicada en 2012, en la que se analizaban
los datos obtenidos de 18.000 estudiantes que pasaron por el sistema entre 1990
y 2002. Esta señalaba que el trabajo en casa sirve a la hora de hacer exámenes
estandarizados, pero no en la nota final en las matemáticas y las ciencias. La
conclusión era, como explicaba Adam Maltese,
uno de los responsables de la investigación, que los deberes deben tener un
objetivo claro, y entendido tanto por los alumnos como por el profesor. “En el
sistema educativo de hoy en día, con todas las actividades que roban tiempo
dentro y fuera del colegio, el propósito de todos los deberes debe ser claro. Más no es mejor”,
explicaba Maltese en la nota de prensa del estudio.
A
ello hay que añadir una investigación dirigida por Denise Pope,
de la Universidad de Stanford, y publicada en el Journal of Experimental Education.
La autora señalaba cómo, al menos entre los más ricos, aquellos niños que son
muy autoexigentes y que pasan mucho tiempo haciendo deberes (una media de 3,1
horas al día), sufren más estrés, tienen más problemas de salud y llegan a sentirse
alienados de la sociedad. En muchas ocasiones, los deberes se perciben como
inútiles, e impiden que los jóvenes desarrollen sus relaciones sociales con
amigos y familias. Es lo que denomina la “paradoja del buen estudiante”,
y que explica por qué los buenos alumnos no suelen ser los que llegan más lejos
cuando se hacen mayores.
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